La escuela

Gracias a nuestros mayores:

Gracias al sueño y a la constante añoranza del espíritu de la democracia es que ésta acabó materializándose y desplazando al otro espíritu ruin de la dictadura… Y el sol comenzó a salir.

Llueve. Me acerco al balcón y no distingo las montañas; las nubes las tapan. El día es gris y pesado, pero a mí me relaja, me sumerge en estados interiores, con lo que el mundo cotidiano deja de tener interés y realidad. Entro en casa, cierro el balcón y me siento a observar la lluvia. La mente y las emociones se limpian con ella, el ego se ablanda y las evocaciones emergen con imágenes claras, tanto que, siento estar viviendo y disfrutando momentos del pasado.

Me encuentro en la escuela y no tengo más de siete años. La escuela es la de Polop, en el actual edificio del ayuntamiento. Ya no uso “el parvulito”. No recuerdo cuánto hace que lo superé. Ahora mi libro de texto es “la nueva enciclopedia escolar” que tengo abierta sobre el pupitre. Pero en estos momentos lo que atrae mi atención es la lluvia, que me lleva al exterior del recinto y que veo a través de los ventanales de vidrio, insertados en marcos de madera de color verde oscuro. La fachada de delante tiene un canalón justo debajo del tejado. Es de latón, me parece, y va recogiendo el agua de la lluvia con propósito de conducirla al suelo de tierra. Me pierdo. Dejo de sentirme en la escuela… Entre las filas de tejas baja agua que se precipita al canalón. Es incesante y repetitiva esa imagen. Es hipnótica. Nunca es idéntica, ni en frecuencia ni en cantidad de agua abocada, sin embargo, a mí me parece encontrar en ella un ritmo que probablemente no exista más que en mi sentir de niño. Hoy, la mañana tiene momentos y estos se establecen en función de la copiosidad del agua que cae del cielo. Para mí los mejores son los más intensos, por eso, cuando la lluvia empieza a minorar, me detengo a la espera de que se vuelva a acrecentar. Los truenos no se hacen de rogar en este temporal. Se dejan sentir, son fuertes, así como los rayos, que se oyen más porque es justo en este edificio donde se encuentra el pararrayos. En estos momentos uno ha zarandeado la construcción y, sin tardanza, se ha puesto a diluviar, más que a llover. El agua del tejado de delante ha perdido su ritmo, ahora todo es una venida de agua que se desliza hacia abajo sin respetar al canalón, que ya no puede recibir más. Contemplo esto tratando de abrirme paso visual a través de la cortina de agua que hay en la calle, entre la fachada y la escuela. Yo espero a ver qué siento, y como era de esperar, más relajación y más inmersión y abandono en los estados de gozo de mi universo interior.

Pero, he aquí la desgracia, que aparece desde las profundidades de la misma nada, para pugnar con este tan querido estado. Un vozarrón, la voz del maestro, me sobresalta al pronunciar mi nombre. Entiendo que estoy en la escuela y que no tendría que haberme escapado de ella. Sí, lo comprendo y pido por eso disculpas a mi respetado, y entonces querido, maestro. Maestro de la letra con sangre entra, de los roscos, de la regla de madera, hecha expresamente en una carpintería para que resistiera y doliera al estrellarla sobre la palma de la mano abierta de un niño. Maestro que pasaba lista de asistencia a misa los domingos, de alumnos que habían visto en la televisión programas de dos rombos. Maestro de la dictadura e hijo del cuerpo al que le placía pertenecer. Fue un hombre hábil y oportunista. Él demostró que había sabido cambiar de chaqueta y mimetizarse con el naciente medio democrático. Y se demostró ser cierto el discurso de los perdedores del bando de la libertad en la Guerra Civil Española, al afirmar que la democracia era un caldo de cultivo que transformaba, para bien, mentes y corazones.

 La lluvia continuará, dicen los mayores, tres días, y esto me alegra. Son días de “ajo y aceite” y de humedad. Pero también lo son de desprendimientos y de derrumbes, sobre todo en el campo, en los márgenes de piedra de las terrazas que separan y dan forma a los bancales. Yo quiero ser solidario en ese sentido, con la preocupación del vecino de cualquier lugar y compartir su pesar, claro que sí. Pero el tiempo que aquí y ahora hace, me arrastra, me arrebata inevitablemente a reinos que, por más que se diga, siempre están abiertos a todos aquellos que no han matado a su niño interior en favor del adulto, sino que han conseguido, a pesar de la desaprobación de la opinión social, establecer una feliz y armoniosa convivencia con él.

Sé que tendría que volver, pero de momento no lo haré. Permaneceré aquí mientras pueda. Quiero intentar ver el día lluvioso de hoy desde mí “puer aeternus”, camuflado en las vestiduras de mi yo adulto. Sí. Ahora veo las montañas espectacularmente cubiertas de nieve. Siento la cara fría, pero en absoluto me resulta desagradable porque se trata del amable contacto de mi cuerpo con el medio en el que se encuentra.

Los días como hoy no íbamos, mientras merendábamos, por la calle, a oír el vozarrón del maestro retumbar desde el interior de la casa en la que vivía: pobre casa. Eso lo dejaremos para cuando haga mejor tiempo.

Quiero rendir y lo hago, homenaje a la escuela, a mi maestra doña María, así como a ese tiempo que se pudrió dando paso a otro más civilizado, libre y por ende, humano.