Trilogía Bruja: 3ª parte. La lluvia

La lluvia.

Hace 25 años…

Altea: madrugada del 11 al 12 de Septiembre.

Son las cuatro. Me encuentro solo en el comedor. Arrastro un sillón y lo coloco en la mejor posición para que, sentado confortablemente, hundido en él, pueda oír la lluvia.

Me levanto, y recordando aquellos tiempos en los que fumaba, busco un cenicero y una cajetilla de tabaco, y lo que es más importante, el bloc de notas y mi Pilot azul: por si se da el caso. La música clásica que está sonando, la quito. Quiero escuchar los sonidos de la noche lluviosa, y puesto que aún no hace frío, tomo asiento con la ventana abierta. Apago la luz y me dispongo a dejar que las resistencias me abandonen, que no encuentren motivo alguno para acompañarme. Mañana ya las retomaré.

Llueve… Joan Manuel Serrat dice que “tras los cristales llueve y llueve”. Y yo tengo la ventana abierta para que, gracias a ella, también sienta el ambiente del exterior… Siento que me estoy relajando demasiado. Espero que las fuerzas no me abandonen y pueda percibir con claridad las sensaciones que suele producirme la lluvia. Me pregunto cómo será, qué sentiré cuando el entorno húmedo acabe por afectar mi sistema nervioso y a mi sistema sensitivo, como lo hace con las cuerdas de mi guitarra. Continúo temiendo quedarme dormido. Por un instante tengo la tentación de tomar una taza de café, pero desisto.

¡Hay que ver que finura y sutileza se precisa para que el hombre se mantenga equilibrado y afinado en su medio inmediato! Estoy seguro de que, en un estado adecuado, la humanidad no necesitaría de maestros, tampoco de enseñanzas, o lecciones, fuera de él, para ubicarse en la posición correcta y clara frente a cualquier disyuntiva. Tampoco necesitaría recurrir a opiniones ajenas para saber cuál es la mejor respuesta a los asuntos que preocupan a la sociedad, tales como el racismo, la homosexualidad, la igualdad entre el hombre y la mujer, la opinión de uno mismo y el camino que ha de ser tomado en pos de los propios ideales. ¡Qué equilibrio y qué desarrollo de la exquisitez es menester para ser humano!

Si no me siento fuerte, al contrario de lo que pensaría el profano, no podré disfrutar de la relajación, porque me dormiré y la consciencia no participará de esta experiencia.

Supongo que con el tiempo que está haciendo esta noche no volarán las brujas y, aunque lo hicieran, no me siento tan fino como para sintonizar con ellas. En cambio, me parece adecuado para este momento recordar: hacer un collage mental donde se entremezclen los recuerdos del pasado con la contemplación actual de esta noche lluviosa…

Delante de mí aparece una chimenea ardiendo. Su combustión produce ligeros crujidos en los troncos de leña, y voy viviendo ese instante de mi infancia que ahora aparece en el presente: de pequeño me quedaba absorto contemplando las llamas. Los colores azules se escondían tras el amarillento natural de ellas. Y ahora me estoy preguntando que si el fuego es luz, no solo han de hallarse en él los colores azul y amarillo. Con paciencia he de descubrir en el fuego todos los que componen el espectro y este será mi trabajo brujo. Por eso enciendo la chimenea de mi casa y abro otra ventana.

¡Tengo éxito! Veo colores y tonos diferentes del amarillo y del azul, pero ignoro si se trata de una ilusión óptica o, si acaso, estoy afectando con la voluntad la frecuencia vibratoria que la luz emite. He visualizado el color verde y lo he superpuesto a los habituales y el fuego se ha vuelto verde, con cada matiz que he querido ver de ese color. Supongo que no he alterado en nada la longitud de onda del color predominante del fuego, sino que lo he vivificado dentro de mí y lo he proyectado fuera. Es lógico que así sea porque todo cuanto sucede dentro tiene su contraparte fuera. Con esta confianza, no me privaré de la experiencia de vivir más intensamente todos los colores que desee, y la excusa será el fuego de la chimenea de mi abuela, ardiendo, cuando yo era niño, y que ahora se funde con la mía.

La abuela, cuando quería echar una cabezadita, me sugería que permaneciera en silencio porque si las brujas oían ruido, entrarían por el ojo de la cerradura. A mí me dio la impresión de haber visto alguna en ciertas ocasiones. Eran feas, oscuras, frías y malas. Poseían el poder para llevarse a un niño a su cueva. Pero ¡ay!, ellas ofrecían esa impresión con el fin de mantener un distanciamiento con respecto a la gente ignorante, para asegurarse no ser molestadas en sus trabajos brujos que, probablemente, nadie entendería. Seguramente esos trabajos no serían muy diferentes al ejercicio de investigación introspectiva que estoy llevando a cabo conmigo mismo en estos instantes.

Llueve y continúa lloviendo, y eso me gusta. El comedor tiene ahora una atmósfera densa. Me complace saber que la he creado yo. Huele a húmedo y a leña. Ofrezco a esta densidad del ambiente incienso seco de rosas con el fin de desentrañar de él los elementos con consciencia que allí moran y que pasan desapercibidos a la percepción común. Pongo dos pedazos a quemar en el incensario sobre la chimenea y veo cómo el humo se eleva hasta fundirse con la atmósfera del lugar, o tal vez, sería mejor decir, de este estado. Comparo la ascensión del humo con la de mis aspiraciones, y cierro los ojos:

— ¿Con qué me encontraré cuando, inmerso en esta atmósfera, me funda en ella? ¿Qué estado viviré en el reino de la disolución? —me pregunto.

Comienzan a aparecer listas irregulares de colores que toman apariencias de seres y de entidades, con formas libremente escogidas por ellas mismas, que me agradecen haberles permitido emerger de las profundidades de mí mismo. Las dejo moverse, bailar, cantar, cambiar de aspecto… Se sienten verdaderamente libres y gozan su libertad: mi amorosa permisividad. Por fin, me arrastran hasta sus profundas moradas, y yo, sin fuerzas ni ganas para resistirme, me dejo llevar por la hospitalidad de mis anfitriones.