
No se trata de ser como un niño sino de dejar ser al niño eterno.
R. Yvars.
Quien permite ser en sí mismo al niño eterno escapa de la adultez, que no es más que el proceso en el que el hombre consigue transformar la eternidad en tiempo y la vida en muerte.
R. Yvars.
El primer cómic que yo tuve en mis manos fue el del Capitán Trueno. No sé cómo me llegó, pero recuerdo la disposición de mi madre a comprármelo cada domingo. Lo encontraba interesante, diría yo que, incluso, instructivo para aquella época, además de adecuado para despertar mi interés por la lectura. Mi madre me daba el dinero y yo me acercaba a la “tendeta de Paca Anchova” a comprarlo. Después, mi tío, o mi madre, me lo leían. Una vez leído, yo lo miraba, y lo volvía a mirar, lo repasaba, lo analizaba, viñeta a viñeta, dibujo a dibujo, motivo a motivo, y lo que los colores sugerían. Ahora que conocía la historia gracias a que me lo habían leído, podía seguir disfrutándola cada vez que lo quería. Me gustaban aquellos personajes, el Capitán Trueno con su sonrisa diáfana, su escudero Crispín, fiel e incondicional, el forzudo Goliat y la bella Sigrid. Cuántas y cuántas historias he leído. ¡El cómic del Capitán Trueno!
Para nosotros, los niños, cómic era sinónimo de tebeo, por extensión de esa otra revista de historietas titulada TBO, de mucho éxito durante tantísimo tiempo, poco menos de un siglo, creo recordar. Yo también lo leía, siendo uno de mis preferidos, pero, claro, en una España de la posguerra, las cosas no estaban como para comprar semanalmente dos. De esta manera, tomó cuerpo, espontáneamente, la vieja y por ello, sabia alma del intercambio, así como el gusto por compartir. Nos prestábamos los cómics y nos los devolvíamos, una vez leídos. Había niños que preferían leer el Jabato, de características parecidas al Capitán Trueno, o Hazañas Bélicas, Roberto Alcázar y Pedrín, El Guerrero del Antifaz, Flecha Roja, Pantera Negra, el Pulgarcito, DDT… Con todo esto, a mí, de entre toda la oferta de personajes de tebeo, quién me resultaba el más amable y encantador, era el feliz gatito Pumby, que, cosa curiosa, nació el mismo año que yo en el seno de una editorial valenciana, y apareció a la venta un año después.
Pero mis preferencias cambiaron con la llegada del coleccionable Ben-Hur, aunque ocurriera que, comprar los cromos no fuera cuestión fácil, sino que el asunto daba para un par de sobres a la semana, y tampoco, todas las semanas. El álbum lo regalaban, así que con eso y con las notas descriptivas al pie del recuadro en el que tenía que pegarse la imagen correspondiente, la historia prometía un excepcional interés. Y que rabia cuando, después de gastar dinero comprándolos, salían algunos repetidos: tocaba esperar que, con suerte, una semana después, fueran pocos los que salieran nuevamente repetidos. El coleccionable era como un cómic pero con la historia más larga, más real, histórica tal vez o relato ficticio, pero que iba tomando forma a medida que uno lo iba completando.
¡Tenía magia! El mundo en el que sumía la lectura tenía el poder de la magia, incluso, yo mismo la tenía, en algún grado. Más adelante vendría el Tío Vivo, que era otro cómic, aunque de formato más moderno o actualizado, y de él empezaron a desprenderse y emanciparse personajes, llegando a adquirir edición autónoma, como por ejemplo, Zipi y Zape, Súper López, Rompetechos, Mortadelo y Filemón, Pepe Gotera y Otilio…
Bien es verdad que en cada cómic, en cada imagen impresa en ellos, en cada historia, en cada personaje, mi ser interior reaccionaba, se proyectaba hacia una infinitud luminosa y todo poderosa, hacia una diáfana incondicionalidad. Hoy todavía queda mucho de eso: diría yo, que queda todo. Queda la luminosidad. Queda, nada más y nada menos, que mi niño interior: la esencia y sentido de la vida interna. Y puesto que queda todo, me permito sacar de ese interior mío algunos cromos de esos otros álbumes, de los recortables, con figuras preciosas y a los cuales dábamos la vuelta al darles un golpe sobre ellos con la mano hueca. En ese juego he ganado y he perdido cromos y gracias a ellos expresaré hoy un sentimiento que siempre he mantenido secreto: si bien me alegraba ganarlos, me preguntaba qué sentiría aquel niño o niña, llegada la noche, al haber perdido una o diversas de aquellas estampas. Y, ¡caramba!, sentía pena. ¡AY! aquellas imágenes de los cromos grandes y pequeñas… Todas tenían encanto, mucho encanto, y también fascinación, aunque mucho más, el significado de antes y después encontraba a todo. Yo tardé mucho en conseguir uno de esos cromos que deseaba desde hacía tiempo; me tenía embrujado, atrapado del todo. Se trataba de una rosa preciosa contorneada con un marco dorado, ramas y hojas verdes, sin saturación, sin excesivo colorido. Pero también sentí la otra cara de la pena, la que tenía cada vez que era yo quien perdía una de esas imágenes. Incluso, alguna vez, lloré al pensar que ya no pasaría la noche conmigo, bajo mi protección y amor. Y esta es otra forma de tener los atributos del alma a flor de piel, puesto que, como era el caso de los tebeos, los cromos no se compartían, se ganaban, se perdían o se conservaban. La magia de los cromos radicaba en producir en el ser interior una respuesta de candidez y de belleza: del añorado encanto del que adolece el adulto.
De ese modo, ahora me doy cuenta, provocábamos, entonces, un contacto con el verdadero niño esencial.
Sea lo que sea lo que permanece, siempre, en cualquiera de los casos posibles, a lo largo de la vida y del universo, es lo esencial.
Dedico el relato de los valores de estos recuerdos a la memoria de mi madre, la presencia de la cual ha planeado muy intensamente a lo largo de todo mi ser mientras lo escribía.
Rindo honor a los tebeos y a los cromos, que en mi caso, fueron canal del influjo del alma bruja mediterránea, en su afán de desarrollar mi sensibilidad a la percepción de determinadas sensaciones poco comunes.
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