Amante

¡Hierbabuena! Hierbabuena.
Hierba buena…,
sumergida en mora plata.
Humeantes…,
húmedos y coloreados
los vasos que te contienen
en vidrio y oro del alma
que en voz baja relata:
mora amante.
Mujer de Marruecos
Desde la habitación… Yo la miraba por la ventana. La contemplaba. No podía dejar de observarla. No podía, en absoluto, dejar de hacerlo, empujado por las hormonas de la siempre presente primavera de aquellos días de mi pubertad. La veía trabajar moviéndose entre los naranjales de aquella finca que yo sentía mía, en mi Marruecos del protectorado español. Y es allí donde la sigo viendo. Recuerdo con qué sensualidad depositaba en sus manos el fruto de oro. Aquella imagen y la de ella misma, nunca se borraron de mi mente, ni tampoco las sensaciones de niño que, como mi Lucus, como mi río, como sus aguas discurriendo prolongadamente, en dilatado recorrido, pero, a la vez, lento y dulce, han llegado a desembocar en el océano de mi sentir de siempre: en mi presente, en mi hoy cotidiano. Y, por ese océano anda ella, recolectando aquellos frutos de pechos de mujer, suavemente acariciados y llevados desde el naranjo hasta la cesta. Es en ese océano donde voy sintiendo la constante afluencia de las aguas que conforman la diversidad de sensaciones que, cual mi río Lucus, también sufre las periódicas crecidas de mi pasión, por cuyas pulsiones, se empeñan ellas en abrirse paso.
En aquel océano permanecen vibrando a distintas frecuencias tantos recuerdos… Recuerdos que vienen y que van, que tornan y se marchan, que me abrazan y me abandonan, como esos mismos e inolvidables que ya entonces permanecían alojados en mí, atormentándome en aquellas primeras reacciones fisiológicas.
Esa árabe, de nombre de la Luna, Âmar, que se mostraba recatada y grácil, que despertaba el deseo de todos los hombres y, secretamente, también el de las mujeres. Esa mujer que lo sabía… Esa mujer que no lo provocaba, pero tampoco lo evitaba. Esa mujer… Ella, aun lo sigue haciendo hoy en mí cada vez que, consciente o no, la evoco.
Jamás la vi desnuda, pero sé cómo era. ¡Sé cómo era! Cómo eran sus pechos, su piel, cetrina como la aceituna verde, como el verde oscuro de las hojas del naranjo que la tibieza del sol acaricia todo el día, hasta llevarla a una continua exudación húmeda de su calor interno en la forma de gotas de ambrosía, de olores exóticos esparcidos como esencias volátiles que se diluyen por entre las aguas de mi océano y que, necesariamente, se concretaban en sus pezones oliváceos, elevados como la dignidad de la juventud en el tórrido clima de Marruecos.
Sé cómo eran sus ojos de misterioso oscuro, su cintura, sus hombros, sus muslos, sus nalgas, su ombligo, su vientre… Nadie imagina hasta qué punto y de cuántas maneras he recorrido la superficie de aquel cuerpo y me he adentrado en las profundidades de su deseo. Pocos adivinarían cuánto he nadado, sumergiéndome en su humedad, en verano y en invierno… Con claridad la veo. La sigo viendo en medio del naranjal, con un español persiguiéndola con sigilo; envidiada por todos; desazón mía, cuando aún oigo sus suspiros y jadeos acompañados de los de aquel hombre, ambos escondidos, pero presentes sobre el trébol y contra la pared, justo debajo de la ventana de mi habitación.
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