
Era una ciudad tranquila, bella y muy cuidada. Se trataba de una ciudad turística. Así la entendían sus habitantes.
Roque Yvars.- De todos modos, como en todas las demás, allí había amor, deleite, odio, sed de venganza y todo lo que el desarrollo de la diversidad de caracteres puede ofrecer. Pero no por ello dejaba de ser una población con encanto, y el carácter de sus habitantes apenas si amenazaba la armonía de la población. Y así sucedía porque las diarias y continuas visitas de los turistas, peregrinos y visitantes de distintos lugares ayudaban con la aportación de sus propias presencias y con la inalterable actitud de respeto, reverencia y de amor hacia el lugar y sus habitantes.
De tal manera se daban las cosas, que turistas y residentes mantenían un trato de cordialidad y de gran deferencia, sin embargo, se desconocían entre sí, no habiendo entre ellos más realidad que la nacida de la pura imaginación de los unos para con los otros.
El taxista era un hombre muy capaz, educado y solícito. Siempre se estaba moviendo por entre las calles, junto a la multitud de jardines que se extendían por aquella ciudad, por entre los árboles, de punta a punta de cualquier recorrido… Pero los turistas parecían ignorarlo, como al resto de la población. No se trataba este de un talante negativo, sino del de la distancia respetuosa, no obstante, sin frialdad: con calidez.
En aquella ciudad no se cocinaba. Habían aprendido a nutrirse de las esencias, y el olor y el color que daban alma a los alimentos evidenciaban el tipo de propiedades que ingerían. Eran las mismas sustancias de los árboles, del agua, de las estrellas en la noche, de la luz en el día, de las fragancias
florales, del Sol y de la Luna, de los jardines, de las buenas intenciones, las del vecindario y las ajenas, como casi siempre era el caso de los visitantes.
No había nadie en aquella ciudad que no dispusiera de una casa en propiedad. Puede que, en ocasiones compartida por miembros de la familia, pero todos, todos, sin excepción, disponían de cobijo: de hogar.
Comían y cenaban en la calle, todos juntos, a la puerta de la propia casa, conversando de los asuntos del día o de los de otras ocasiones, a menudo del pasado, de personajes conocidos, de… La gente reía y lloraba. Reía con el trato que recíprocamente se brindaban entre sí y lloraban cuando la impotencia hacía aparición, obstaculizando la relación entre los de allí y los turistas.
Pero no todo era tan estrictamente así, pues un visitante audaz, se iba parando a leer el nombre de los propietarios de aquellas casas, escrito en el frontispicio de las mismas. Una de ellas era la del taxista que, al verlo por allí merodeando, también detuvo el vehículo y se acercó amablemente haciendo un enorme esfuerzo porque la comunicación se pudiera dar.
—Buenas tardes —dijo, casi mentalmente, el taxista.
—Muy buenas, le deseo —respondió el turista de la misma forma. Y siguió preguntando, dándose cuenta de que el diálogo era más posible con la mente que con la voz—: ¿Suele desplazarse nueva gente a vivir aquí?
—Sí. Ciertamente. De vez en cuando viene alguien que, generalmente, es familiar de algún vecino de este municipio.
¿No es también su caso?
—Puede ser.
—¿Puede ser? —preguntó el taxista.
—Sí. Suelo venir de tiempo en tiempo.
—¿Tiene familiares suyos en esta ciudad?
—Sí… Puede ser. Y no me siento nada bien cuando, a pesar de tratarse de parientes míos, ni siquiera sé dónde viven. Puede, incluso, que en otra localidad. No lo sé. Claro que quiero encontrarme con ellos de nuevo y restablecer los lazos familiares que el tiempo y las circunstancias rompieron. Mire, es que yo viví alejado de mi familia por…
—Por favor, discúlpeme. Tengo una llamada para un viaje.
A ver si hay otra ocasión para seguir conversando.
El visitante se preguntó cómo pudo saber que se le requería para un viaje si no vio ni oyó ningún aviso ni nada. Pero siguió la visita, contento de haber entablado conversación con un residente.
El taxista iba y venía, se ausentaba y regresaba, siempre cumpliendo con su trabajo. Las calles eran su particular laberinto, ahora ya experto en entrar y salir de él.
Por su parte, el visitante quiso más. Quiso aprovechar la oportunidad de tener una charla más extendida. Y por fin, llegó el taxista, ahora desocupado, que lo llevó a presentarlo a muchos de los vecinos de la ciudad.
—Amamos la vida. Si llueve no nos refugiamos porque no nos hace daño. Lo mismo si sale la Luna o el Sol, si hay luz o tinieblas. Estamos todos juntos, excepto cuando alguien se marcha a vivir a otras latitudes. En ese caso, lo bendecimos y recordamos. Él también nos recuerda y su presencia nos ayuda mucho, nos protege, nos nutre, muy especialmente, y de formas distintas —dijo el vecino de la cuarta calle.
—Ahora que hemos roto la barrera de la incomunicación, vendré más a menudo a hablar con vosotros —dijo el visitante.
—Eres bienvenido, como todos lo son también.
De pronto el visitante oyó una voz que le reclamaba:
—Por favor, señor, apresúrese. Ya estamos cerrando el cementerio.
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