Autocaravana Vivir: Descubriendo la Bretaña Francesa

El tiempo sigue avanzando dentro de Autocaravana Vivir. Soy consciente de que son varias las aventuras que me esperan cada día. La incertidumbre de como serán es la adrenalina que llena de vida viajes como este. No es oro todo lo que reluce, pero en ningún viaje lo es, da igual el estilo del mismo. Una semana después de haber entrado en el país galo, reconozco que me está sorprendiendo y mucho. No sólo es impresionante viajar por el oeste de Francia, sino que la amabilidad, la paciencia y el saber estar de los franceses, resulta exquisito. Siempre he sabido que es la nación con más turismo del planeta, ahora empiezo a entender los porqués.

Mont Saint Michel, Ardevon, Cancale y Saint Melo. De los sentimientos al espectáculo visual

Ascendí por la Nouvelle-Aquitania disfrutando algunos destinos, para adentrarme vagamente en los países del Loira y pasar en seguida a la región de Normandía, donde los sentimientos, a poco que aprecies la historia, están siempre a flor de piel. Estoy en la Bretaña francesa, la segunda zona más turística de Francia después de la Costa Azul. Si ya había percibido flases de la impresionante naturaleza y la profundidad de los paisajes que rodean Francia en mi tranquilo viaje hacia el Norte, ha sido pisar la bretaña y estar extasiado a cada momento. A pesar de ser agosto y hacer muy buen tiempo, no soy de playas cuando viajo solo, disfruto mucho más visitando ciudades con historia y durmiendo en parajes solitarios, en plena naturaleza.

Agradezco cada vez más hacer cada vez menos caso a tanto escrito agorero y tremendista. Si me hubiera dejado guiar por ellos, seguro que no habría visitado y por tanto no te habría contado, como es el Mont Saint Michel, un pueblo construido sobre una pequeña isla, todavía en la región normanda, escenario de las mayores mareas de Europa, Patrimonio Mundial de la Humanidad y que su sola silueta desde la lejanía, hipnotiza. Nada en absoluto me costó llegar hasta allí con la Autocaravana, ni encontrar como aparcarla. Hecho esto, cogí un autobús lanzadera que me acercó hasta los pies del monte y es allí donde sufrí un shock visual sin precedentes. Aun recuerdo el impacto que me produjo la vista al castillo de Carcassonne el febrero pasado. Mont Sant Michel es distinto.

Mucho más pequeño, al entrar en la ciudadela amurallada, sientes haber penetrado en la historia medieval siglos atrás. Ascender por sus angostas calles hasta donde se permite y sentarte a disfrutar del espectáculo visual de la marea baja que en ese momento lo rodeaba, es algo que en algún momento has de hacer. Casas, iglesia e incluso un pequeño cementerio, forman parte de este complejo medieval. La majestuosa Abadía de la cumbre es, sin duda, uno de los más extraordinarios edificios de la arquitectura religiosa.

Al volver a mi casa rodante algo interesante ocurrió, otra de esas pequeñas aventuras que, quizás no lo sean, pero terminan endulzando mi viaje. Estaba oscureciendo y no me gusta conducir sin luz solar. Decidí dormir a sólo unos metros de mi primer estacionamiento. La amabilidad de los vecinos de Ardevon fue sorprendente. Una noche fresca y tranquila me permitió madrugar, salir a caminar y volver a sentir de nuevo que son los mejores momentos del día. Recorrer pequeños caminos que, aunque asfaltados, apenas recuerdan que es el ruido de los motores, rodeados de prados a uno y otro lado, donde se relevan praderas verdes y campos de cosechas, dehesas llenas de vacas, caballos, conejos y urracas, salpicados de extensos pastizales de maíz, me devuelven días, semanas, meses y años de vida. Estoy cada vez más convencido.

Descubrí un bonito camper que me hizo recordar que a “Vivir” también le hace falta agua, electricidad y un poco de limpieza. Era domingo, estaba cansado después de 2.000 kilómetros… se daban las circunstancias perfectas. Allí estuve todo el día, aprovechando para dar un buen empujón a los dos libros que llevo entre manos, el de Barack Obama y la Chica del Tren. Con todo listo, Incluso un extenso documento en el que he apuntado y subrayado destinos que visitar para al menos una semana, amanecí con tiempo de sobra para volver a regalarme unos cuantos meses más de vida y otros doce kilómetros fueron testigos de mi ambiciosa tentación de querer verlo todo. Sensacional.

El primero de la lista era Cancale. Y es aquí donde predije el titular de este artículo. Porque si en Normandía eran los sentimientos los que estaban constantemente a flor de piel, en la Bretaña es el impacto visual, el espectáculo visual permanente, lo que no deja de sorprenderme. Para un escéptico que todo lo revisa y que siempre cree que algo va a salir mal, tanta sorpresa en el sentido opuesto, es una alegría que me apetece contar. Llegar a las afueras de Cancale y poder observarlo desde lo alto, es motivo más que suficiente para hacer la visita que merece. Conocido por sus ostras y mariscos, sus construcciones frente a un mar que sube y baja al ritmo de las mareas, Cancale es un espectáculo en su zona portuaria, desde donde se divisa Mont Saint Michel a la perfección y donde la gente se agolpa para pedir sus bandejas de ostras y comerlas, junto a una buena botella de vino blanco y frío, en cualquier lugar, suelo incluido. Es el paraíso de los amantes de las ostras. Su pequeño casco antiguo hace de pasarela perfecta para conducirte hasta esa función.

Y de ahí a Saint Malo, pero por la carretera de la costa, cuyo devenir te conduce por playas, calas, lagos y kilómetros llenos de vida y emoción visual. No fue fácil encontrar aparcamiento aquí, pero una vez conseguido, agradecí a los cielos el no haberme ofuscado y marchado. Si Carcassone y Saint Michel son sendos lugares medievales que generan magia al descubrirlos, la ciudadela de Saint Malo, centro neurálgico de su popular vida, fundada sobre un islote en el siglo XII y reconstruida después del fatídico mes de agosto de 1.944 en plena guerra mundial, es otra de esas experiencias que debes vivir. Callejuelas medievales llenas de vida que te indican el camino de las murallas que rodean la ciudad y a las que puedes elevarte para ver desde allí la función, el festival que se origina bajo tus pies.

Acabo de pararme en Dinan, una pequeña ciudad a media hora de Saint Malo en dirección al oeste y siguiendo la línea de costa de la bretaña francesa que, según mis apuntes, es otra de esas ciudadelas medievales de ensueño entre la tierra y el mar con casi tres kilómetros de murallas. No lo sé, voy a comprobarlo, en un par de días te lo cuento.

Dinan, Tréguier y Roscoff, tres escenarios de película en la Bretaña francesa.

Once días y 2.400 kilómetros después, las cosas se empiezan a ver desde otro prisma. Ni mejor ni peor, diferente. La adrenalina por escapar de la bendita rutina y comerse el mundo, empieza a posarse con la calma que era de esperar, dejando que den los primeros pasos esas otras búsquedas, más en el interior que en el exterior de uno mismo, y que echaba de menos encontrar desde hace algunos años. El ajetreo diario es el principal enemigo y viajar en solitario recorriendo mundo, es una buena válvula de escape para medir cuanto te conoces, hacer balance de lo recorrido y un tranquilo examen sobre lo que esperas para lo que queda.

Visitar otros lugares y conocer su historia es una magnífica terapia para entender que el ser humano lleva ya muchos capítulos escritos, que merece la pena respetarlos y que nadie es imprescindible, por lo que de cada uno depende lo que en esta vida quiera hacer. Ponerse constantes excusas no es más que un error propio de auto consuelo que solo conduce al fracaso personal.

Son algunas de las muchas reflexiones que me asaltan mientras contemplo decenas de paisajes extraordinarios recorriendo la costa norte de la Bretaña francesa. Desde que salí de la sentimental Normandía, no hago más que disfrutar de los coloridos panoramas y las gratas sorpresas que me da cada uno de los destinos que previamente he seleccionado. El bello horizonte y la amplia campiña son mis fieles y constantes compañeros de viaje. De hecho, a pesar de que llegué a Dinan al atardecer y estaba realmente agotado después de un día inolvidable desde Mont Saint Michel hasta Saint Malo, paseando también la ostrícola Cancale, fue un completo acierto hacer el esfuerzo de echar un primer vistazo a la que fue la ciudad medieval de los Duques de Bretaña y sigue siendo la que posee las murallas más importantes de la región.

Un primer paseo por el centro de Dinan al atardecer me hizo reflexionar sobre donde estaría el techo de mis sorpresas a la hora de ver tanta belleza medieval, tanta postal en vivo, tanto escenario templario, de duendes e incluso de Blancanieves y los 7 enanitos. Pura fantasía. Ya hubo quien me dijo que estaba cayendo en el síndrome de Sthendal, un personaje que se volvió loco al visitar la inmensa belleza de Florencia. Creo que en esta parte de Francia le habría sucedido lo mismo, me está empezando a suceder a mí. Se me agotan los adjetivos para describir lo que veo, para que puedas imaginar la fotografía que te escribo.

Me marché derrotado a dormir y eso me permitió madrugar, dar mi jovial caminata matinal conociendo campos, prados y pueblecitos de alrededor, para adentrarme de nuevo, plano turístico en mano, en este museo en vivo. Sabía de la existencia de una postal característica, la fotografía de su puerto desde lo alto de las murallas y el castillo. Pero no imaginaba la belleza de sus calles medievales con la increíble y visitable Torre del Reloj, la singularidad de sus casas con entramado de madera, sus capillas, iglesias y basílica, a cual más espectacular y, sobre todo, las calles Jerzual y Petit Fort, que unen el puerto con la parte alta desde hace diez siglos. Un traslado gratuito a la época medieval sencillamente impresionante.

Proseguí mi camino pasado el mediodía hacia Tréguier, avisado de que iba camino de otra belleza arquitectónica, pero con la duda de si sería capaz de superar lo ya visto. No fue así, ni falta que hacía. Dinan, Tréguier y Roscoff, tres ciudades del norte de la Bretaña, tres escenarios diferentes. Este podría ser el titular de este artículo. Nada que ver entre sí y tanto que ofrecer a los cinco sentidos. Viajar también podría ser la gastronomía de la vista. Si comer lo es para el gusto, la buena música para el oído y el perfume para el olfato, disfrutar con la vista estos espectáculos debería considerarse así, el mejor alimento, la más deseable dieta del espíritu.

En Tréguier me esperaba una grata sorpresa, un lugar frente al río Guindy, motivo suficiente para no mover Autocaravana Vivir hasta el día siguiente. Saqué mi silla y me puse a contemplar la bajada de la marea mientras daba un buen pellizco a “la Chica del Tren” de Paula Hawkins, una intrigante novela que me tiene atrapado. Visité el pueblo y me sorprendió, como casi todos, la preciosidad de su campo santo, y la impresionante, elegante y visible aguja de la poderosa Catedral gótica de Saint Tugdual, el obispo que tanta culpa tuvo en la fundación de este municipio, ciudad terrestre, marítima y religiosa y una de las siete etapas del “Tro Breiz”, la peregrinación bretona. La aguja de la catedral está curiosamente cincelada con motivos de naipes, y el porqué reside en que su construcción fue financiada con la lotería de París. Anclada en un estuario visitado por las asombrosas mareas, al menos para un neófito en la materia, Tréguier me regaló una noche de estrellas pegado al río Guindy que seguro repetiré.

De buena mañana tuve la suerte de encontrar un sendero que bordeaba durante varios kilómetros uno de sus ríos y que me llevó hasta el bonito pueblo de Plouguiel. A mi vuelta descubrí el mercado de los miércoles, que sin ser extraordinario ni muy diferente a los que tenemos en Benidorm, sí me sedujo el poder dedicarle el tiempo que nunca puedo en mi habitual rutina. Quesos, encurtidos, ropa “de invierno” y un poco de todo, destacando claro está, las creperías, a puñados por todos lados, casi tantas como rotondas. Emprendí viaje cediendo mi privilegiado lugar a unos italianos recién llegados. Curioso políglota que siendo español, en la bretaña francesa y hablando con italianos, intentemos entendernos en inglés. Mejor no te cuento el resultado…

Roscoff, un destino al que, en teoría, tenía que haber llegado el día anterior pero ya conoces el motivo del porqué no, me había llamado la atención. Leí que era considerado el Finisterre español. Al aproximarme ya daba la impresión de ir abandonando los densos paisajes llenos de árboles para sustituirlos, poco a poco, por inmensos prados de plantas bajas, cinceladas por el viento constante de la zona. Roscoff, construida en una península abierta sobre el canal de La Mancha (justo encima está Gran Bretaña), tiene enfrente la isla de Batz, y más que parecido a nuestro faro coruñés, podemos decir que es el pueblo bretón más británico. Un caso histórico recomendable con una fachada marítima de fantasía, brota aún el espíritu de los corsarios, los contrabandistas y los negociantes. Todo esto, lo puedes imaginar mientras reflexionas sobre las llamativas mareas que dejan centenares de metros de costa sin una sola gota de agua.

Desde Pospoder, inicio de una ruta que incluye a Breles, Le Conquet y el faro de Saint Mathieu, os escribo este artículo, aparcado cerca de “Le Chateau de Sable” y al comienzo de la península de Saint Laurent. En el próximo os cuento que tal fue la aventura, pero el viento que sopla y el sol poniéndose, anticipan una noche de las auténticas en Autocaravana Vivir.

De la época medieval y el frío del norte, al calor y las historias marítimas del oeste bretón

El viaje se ralentiza y yo lo agradezco. Es otro de los capítulos que tenía que llegar. No he dejado de recorrer lugares y sigo haciendo kilómetros de vida dentro de este magnífico apartamento de carretera. Pero noto cambios, tanto en mí como en lo que veo. Son ya dos semanas y la temida L hace su aparición por momentos, aunque la edad y algo de experiencia consiguen que se vuelva a convertir en V. Los viajes también son para compartir y sólo os tengo a vosotros, testigos de lo que veo, aprendo y cuento, lección de vida para seguir disfrutando y conociéndome. Es la otra parte de este tipo de aventuras, la que no se suele contar, pero que existe, está muy presente, y a la postre, es la que de verdad queda como poso de un viaje excepcional, diferente, que consiguió cambios de verdad…

Al acercarme a Roscoff ya percibí que el paisaje variaba, pero fue Porspoder quien me dio la el primer balance de una nueva temperatura. Dejé de ver lugares medievales llenos de sorpresas e imágenes que transportan a escenarios de película, para adentrarme en lugares maravillosos pegados al océano Atlántico, justo en el codo del mapa francés, ahí donde la Bretaña se convierte en el más lejano punto del oeste galo. Vegetación llana, matorral curtido por los vientos salitres llegados desde Terranova e iglesias cuyos homenajes son ahora para los caídos en el mar y no en las guerras. Aunque no hay un solo municipio, otra de las facetas que quiero destacar, que no rinda homenaje, con nombres y apellidos grabados a cincel, a todos y cada uno de sus vecinos caídos en actos de honor. El respeto y el recuerdo son tarjeta de presentación por donde vayas.

Porspoder no es más que una simple línea, junto a Bresles y Le Conquet, de una hoja de ruta que leí y apunté, pero me llamó la atención. Nada que ver con el norte de la región, sé que sigo en Bretaña porque en el mapa lo dice, pero nada tienen que ver las zonas entre sí. Se terminó gran parte de la arquitectura y mucha de las historias de guerras ancestrales, para escuchar y oler historias de mar. Llegué con Autocaravana Vivir y me gustó tanto el lugar, que las caminatas por sus senderos me atraparon como la roca al mejillón. El GR34, uno de los mejores inventos del oeste bretón, es una ruta que te permite disfrutar, con caminos perfectamente señalizados, de las mejores vistas de acantilados, faros, islas y el inmenso mar, hasta que te hartes de ver y caigas rendido de caminar.

Los tres municipios pertenecen al curioso departamento de Finisterre, en el mar de Iroise, cerca de la punta de Córcega, límite geográfico entre el Canal de la Mancha y el océano Atlántico.

Después averigüé que el pequeño y simpático Porspoder, además de retenerme más tiempo del previsto, cada vez suma más puntos la calidad del lugar para dormir que el propio destino a visitar, tuvo un importante papel en la revolución francesa, además de tener un visitable patrimonio arquitectónico y un coqueto cementerio junto al mar. Durante las rutas por sus senderos, te maravillas con los islotes, sus estrechas calas, el empuje de las mareas y la visión de la Isla Melón y la Punta de Garniche. Allí me quedé hasta que di carpetazo a “La Chica del Tren”, un libro intrigante hasta el final y muy recomendable.

La misma paz y tranquilidad, el olor a mar al bajar la ventanilla, el paisaje sublime y la soledad en sus playas y dunas, fue lo que disfruté en el corto camino que hasta Le Conquet me llevó. Esperé con acierto que cayera la tarde para acudir al lugar previsto. Acerté, un maravilloso parking junto a una paradisíaca playa, como no había visto ninguna hasta el momento, me esperaba. Desde allí mismo descubrí, tiene tela la cosa, que estaba en la península de Kermovan y que tenía que cruzar un inmenso puente si hasta el pueblo quería llegar. No esperé más para descubrir un puerto pesquero de la más típica Bretaña que dejaba entrever a lo lejos una bahía salpicada de pequeños islotes, que al anochecer se convertían en un espectáculo de luces en alta mar.

Estaba sin saberlo en medio de dos lugares separados por una inmensa roca con faro incluido que dejaba a mi derecha la primera playa en la que me he bañado en Francia y al otro, el pueblo de Le Conquet desde el que a través del GR34 fui caminando hasta la famosa punta de Saint Mathieu.

Después de una de esas rutas con las que se recuperan años de vida y un baño en la atractiva playa de gélidas aguas, Autocaravana Vivir y un servidor pusimos rumbo hacia otra península, la de Corzon, cuya capital fue sólo testigo del tiempo que empleamos para comer, pues poco más porque nada que contar tiene esta pequeña ciudad que, en cambio, es el inicio del camino que se bifurca hacia la playa de Morgat y hacia el marítimo pueblo de Camaret.

Antiguo puerto famoso por la pesca de la sardina, Morgat es hoy un pequeño pueblo enfocado al turismo, consiguiendo con ello y con sus años de tradición, tener un ajetreo muy importante. Las mansiones de grandes familias parisinas de antaño dan lustre a lo que en su día fue esta villa, con una playa catalogada entre las más bellas de Europa y el nombre de Eiffel merodeando por las mentes de sus visitantes, pues también allí dejó su impronta este brillante arquitecto de nombre universal.

Camaret, en cambio, es lo que podríamos llamar un resumen de la Bretaña. Enclavada en la parte alta de lo que es la gran cruz que la península de Crozon dibuja en el mapa, se compone de unas animadas calles junto a los muelles, amenizadas por casas de colores y la singularidad de una capilla de Notre-Dame enclavada en un no menos curioso y ancho espigón, un saliente de tierra que hace de boca de mar. La península en su conjunto está dentro de un parque natural y se puede hacer senderismo por casi todos lados.

El famoso GR34 se hace aquí todavía más sorprendente. Hasta el Fort de la Pointe des Espagnols me he venido a dormir, el extremo de esta península, y es que los españoles somos así, quedando enfrente la ciudad de Brest, separados por una inmensa lengua de mar, y a mi izquierda el Pointe de Saint Mathieu. Sí, el mismo de esta mañana. Pero es que para llegar hasta aquí había que hacer un rodeo de casi 100 kilómetros. La noche se presenta bonita, aunque no sé si igualará a la impresionante luna llena que anoche me atrapó por completo. Ya te contaré.