
Tenía cinco o seis años y en los veranos de aquellos días hacía mucho calor. La rutina diaria se rompía el veinticinco de julio. Ese día, en que se celebra la festividad de san Jaime, era costumbre ir a la playa de Benidorm. A las diez de la mañana salía desde Callosa de Ensarriá, un autobús de la compañía la Callosina, apodado la Playera, destino a Benidorm. A las cinco de la tarde salía de regreso para a Callosa, parando en todos los municipios que encontraba a su paso. Entre ellos, Polop de la Marina, mi pueblo.
¿Cómo que pueblo mío, si yo me he cultivado en sentirme hijo de todos los lugares? Nací en Alcazarquivir.
Yo, hijo de un buen hombre de Benissa y de una buena mujer de Polop, nací en Alcazarquivir, ciudad de Marruecos, cuando este estaba dividido en los protectorados, español y francés. Pronto, a causa de la efervescencia y aires de independencia marroquí, volvimos al pueblo de mi madre y de sus ancestros, Polop.
He vivido en Alicante, en Altea, en Argentina, y durante muchos, muchos años, en Benidorm, en donde me fui formando en mi profesión, así, como, también lo hizo mi personalidad. Aunque no quiero olvidar que también he vivido en otros lugares del extranjero. ¿Qué, o cuál, pues, puedo considerar mi pueblo? ¿Cómo respondo a la pregunta? Y no puedo ofrecer más respuesta que la que el sentimiento me proporciona: Polop de la Marina era mi pueblo en aquella joven época mía, y la Marina Alta y Baja, el espacio en el que han vivido mis antepasados y la tradición que me ha envuelto en mi crecimiento y que yo amo. ¡Amor! Amor a esa gente, a esa sangre, al lugar y a la tradición.
Algunas casas podían permitirse ir a la playa la familia entera ese día de julio. Otros, ante la imposibilidad de poder ir todos, hacían piña con otros vecinos que se encontraban en parecidas circunstancias e iban. Era la costumbre, si no, tradición. El caso es que, sobre todo, ese era un día para nosotros, fundamentalmente, para los niños, para que disfrutáramos de un día de mar, con el cual era obligado familiarizarnos o, por el contrario, ¿qué sentimiento de pertenencia al Mediterráneo cultivaríamos?
Aquello de ir al mar era especial para nosotros. Así lo sentía yo. Era una fiesta de arena, de libertad, de amplitud y de aventura, muy luminosa y del todo colorida, con aquellos tonos de la luz en los que se percibe más claramente la esencia que permanece en los niños. Y, claro, de esa manera ha quedado registrada en mí, para siempre.
Hacíamos castillos con la pala y el cubo de plástico con el Sol como testigo y determinados a aprender a nadar, o al menos, a chapotear en el agua, a integrarnos en el medio. Luchábamos y jugábamos con el agua, con su sabor sorprendentemente salado, con las fantasías de los vuelos del hecho de imaginar sin miedo todas las posibilidades de las cuales el universo nos proveía, envueltos, a la vez, por el ambiente caluroso de este otro universo, más real para los adultos: el del verano. Ahí, en el agua, en las olas, se encontraba representada la misteriosa ley de la recurrencia, la de los ciclos, revelada por el cielo para poder ser aprendida, con la complicidad del mar benigno, que siempre, como el columpio de la placeta dels Gats de Polop, a la que yo acostumbraba a ir a jugar, también nos hacía entender la mencionada ley en el movimiento de la ida y de la vuelta. Y aquella semilla fue desenvolviéndose, a su ritmo, hasta convertirse en toda una enseñanza.
Hacíamos pocitos en la arena hasta sacar agua de ellos, constituyendo, para mi sentir de niño, un primer y rudimentario triunfo del ser sobre la circunstancia. Ahora, el ser podía continuar adelante en la aventura de seguir desentrañando la vida, o al menos, de ir aproximándome a conquistarla, poco a poco.
Aquel reino de sensaciones, de admiración, de incertidumbre, de la llegada del primer rayo de la consciencia del desconocimiento y de estar perdido, se erigía en un cúmulo de sensaciones únicas, distintas, a veces, mezcladas o puras, que se recordaban y recordaban, y que empezaban en la imaginación, días antes del susodicho día de san Jaime, en un crescendo, a medida que se acercaba la fecha señalada. Mientras tanto, había que hacer un esfuerzo contra sí mismo, contra la desazón y, como si de la propia habitación de casa se tratara, hacía falta un trabajo de ordenación porque todas aquellas sensaciones, todavía anticipo de vivencias imaginadas, permanecieran en sosiego y ordenadas en la mente, en el depósito donde se guardan las emociones bonitas, y persisten y perduran a lo largo del tiempo y sobre él: allende él. Tanto es así que las depositadas en ese archivo no se han extinguido, vibran, viven, y yo añado más dosis de sentimiento, de agradecimiento en el hecho. Después, a partir del día de san Jaime, ir a la playa ya era más cosa improvisada, tal vez, de algún día de fin de semana, hasta casi finales del mes de agosto.
Esta también es una chispa que, al tener presencia, pretende convertirse en anilla genuina de la cadena de nuestra tradición. Y quiere dar testigo de sí misma.
Esto era para mí Benidorm en esa edad. Pero hay también otros muchos sentimientos bellos que no envejecen, que permanecen tan jóvenes como entonces, cuando los sentí expresarse, como por ejemplo aquel que recuerdo del paso de la Callosina en dirección a Alicante por el estrecho Paseo de la Carretera, antes, denominado “Carretera” y anteriormente, Camino de Altea, y calle del mar.
Por el paseo de la carretera transitaba la Callosina. Por Polop pasaba a las siete y diez o las siete y cuarto. Tengo varios y distintos recuerdos. Recuerdo viajar de niño con mis padres a Alicante con ese autobús, o con mi madre, para ir de compras, o al médico, a visitar a la familia del hermano de mi padre, hacer gestiones… Y esos recuerdos están saturados de energía de sabor ‘virgen’, desconocido y que me creaba nerviosismo, excitación. Viajar me producía cosquillas en la panza hasta que subía y me sentaba. Era enigmático observar por la ventanilla el cambiante paisaje: se trataba de un regalo, del sabor de un placer, del olor de la magia. Siempre había algo que en anteriores viajes me había pasado desapercibido o que, por el interés que despertaba en mí, quería volver a ver, a vivir. Pero de todos los elementos que acompañaban el viaje, el que más me inquietaba y despertaba mi imaginación era el Paseo de la carretera. En ese tramo había que detenerse para que pudieran pasar otros vehículos que venían en sentido opuesto, o bien, al contrario, era a nosotros a quienes nos lo cedían. El paseo de la carretera conformaba un aspecto fascinante y recóndito, paralelo, puede ser, de los secretos que el destino urdía en el viaje a Alicante, tal vez, símil del de la vida.
Ese era, lo veo muy claro, otra estación, camuflada, en aquel entonces, de lugar de espera, de excitación, como la mía; del misterio que me conducía, como el autobús, a ver a los desconocidos pasajeros que subían, ya fuera en Benidorm, en la Vila o en cualquier punto del itinerario, como intrigantes, enigmáticos. Allí, en el paseo de la carretera, justo allí, cambió.
Relato del libro «Alma bruja mediterránea» de Roque Yvars
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